
Ya queda poco para Samhain, Halloween o el Día de Difuntos y estas tres semanas habrá una serie de entradas especiales por esta festividad, la cual se celebra en muchas partes de todo el mundo. Asi que sin más demora, vamos a ello comenzando con la leyenda de la Llorona, una leyenda típica de México en este extracto de «Ciudad fantasma», antología de Vicente Quirarte y Bernardo Esquinca.
¿Quién osaria a salir a la calle pasadas las 10 de la noche? Sonaba en la catedral la queda y todos los habitantes de México se encerraban en sus casas, echando cerrojos, trancas y defensas en ventanas y puertas. No se atrevían si quiera a asomarse. Amedrentada y poseída de miedo estaba toda esa gente. Los hombres cobardes y temerosos; a las mujeres temblaban. Los corazones se vestían de temor al oír aquel lamento, largo, agudo, que venía de lejos y se iba acercando cargado de dolor.
No había corazon fuerte entonces, al escuchar ese plañido el miedo les invadía. ¡La Llorona! clamaban los paseantes entre el castañeo de los dientes y si acaso atinaban a hacer una breve oración, con la mano temblorosa se santiguaban.

Las primeras veces, al escucharlos, muchos salieron a comprobar quien era quién así lloraba, afirmando muchos de ellos que era una cosa sobrenatural, porque un llanto humano no podía alcanzar esas distancias, llegando a todos con su amarga quejidumbre. Muchos salieron a investigar, unos murieron del susto, algunos quedaron locos y pocos fueron los que pudieron contar lo que sus ojos vieron. Viendose llenos de terror pechos muy valerosos.
Una mujer, envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto por un fino velo que revoloteaba alrededor suyo, cruzaba parsimoniosa las calles y plazas de la ciudad, unas noches paseaba por unas, y otras por distintas. Alzaba los brazos desesperada, los retorcia en el aire y lanzaba aquel grito que hacía estremecer a cualquiera. Ese lastimero ¡Ay!, que clamaba en la noche silenciosa y que desaparecía con los ecos lejanos.

Así por una calle, luego por otra, hasta llegar a la Plaza Mayor donde remataba con su grito más doliente. Allí se arrodillaba, inclinandose como si besara el suelo y lloraba con ansia, para después irse en silencio, despacio, hasta el lago donde se perdía.
Esto pasaba cada noche en el siglo XVI en México. Las conjeturas iban y venían por la ciudad, cada cuál daba su versión. Con firmeza algunos decían que la mujer había muerto lejos de su esposo a quien amaba fuertemente, pero que el tenía otra mujer. Otros decían que no logró desposarse con el caballero que quería y que volvía a este mundo llorando porque no le encontraba. Otros que era una desgraciada viuda que se lamentaba porque sus huérfanos estaban sumidos en la desgracia.

Aunque la mayoría mantenia que era una pobre madre, a quien le asesinaron ahogando a sus hijos, y que salía de la tumba a hacerles el planto. Había quien decía que era una mujer infiel que no encontraba paz y que volvía a quejarse arrepentida de sus actos.
No solo caminaba por la ciudad, también se la veía pasear por los campos solitarios, por los caminos, por los bosques, por los cerros… Y así dicen que se dejó de escuchar sus languidos quejidos a principios del siglo XVII, cuando desapareció ¿para siempre?

Esta entrada fue publicada en mi cuenta de X el 1/11/2020.
